martes, 3 de octubre de 2006

El cerro Camacho

Hace varios años, no tantos tampoco pero antes de Sendero, el cerro Camacho todavía era accesible para quienes les gustaba chivatear por el barrio y explorar esas arenas, piedras y rocas que dividía La Molina y Monterrico. No teníamos ni 9 años cuando un viejo camarada y yo decidimos incursionar en semejante mole. Para dos pericotes en primaria, ese cerro resultaba gigantísimo.

La idea había sido de mi pata, quien siempre tuvo una dosis de audacia y aventura mayor a la mía. Habíamos ya descubierto los terrenos de las casas sin construir, las plantaciones de caña de la Universidad Agraria (pobres cuculies!), las tarántulas bebés y con un poco de suerte, las lagartijas, mariposas de colores y los alacranes debajo de algunas piedras. Para subir el cerro Camacho, habíamos mentido en nuestras casas, una vez más, diciendo que “salíamos a jugar a la calle”. Cuando llegamos al pie, bordeando la avenida Raul Ferrero, la vista no alcanzaba a ver la cima. Puta, qué grande se veía! Oye chochera, mejor nos vamos a cazar alacranes, este cerro no lo vamos a poder subir. Maricón! Sube nomás que desde arriba debe haber una vista a Lima espectacular. Y claro, una cosa es arrugar solo, y otra arrugar con alguien que te convence que sí se puede. Mirándolo bien, era sólo un reto más de los tantos actos irresponsables que ya habíamos hecho.

Arrancamos por la parte más difícil, por el medio mismo, porque así –según nuestra lógica-nos evitamos dar la vuelta. Mala decisión. No habíamos subido ni 30 minutos, y ya nos veíamos en cuatro patas, apoyados en las manos para no sacarnos la mismísima. Oye chochera, insistí, este camino está recontra tranca. Dónde está la cima, ah?
Ahora, luego de 25 años, confieso que me hacía la pichi. Miraba hacia abajo, y recuerdo que la pista estaba ya lejos, los pocos autos q circulaban, chiquititos. No podía regresar, y ya estaba embarcado en esta aventura. Qué jodido es saber que ni siquiera puedes tirar la toalla! La subida era inacabable y mis rodillas estaban bien raspadas. Ganas de hacer tonterías!. Veía a mi pata, siempre arriba mío. Con él no era, subía y subía el enano, como si fuera una de las tantas cabras que en esa época circulaban por el cerro Camacho. Oye choche, no la hacemos, mira donde estamos y mira lo que nos falta. Me escuchaba? Siquiera sabía en lo que estaba metido? Aguanta compadre, para un rato. El camino se hizo “insubible”, es decir, salvo que tuvieramos cuerdas o algo, el camino se acabó. Mi compadre no se desanimó, bajó un poco, y encontró un camino por allí. Qué terco carajo! Seguimos caminando, medio que dando la curva, pero nos volvimos a atracar; regresamos al camino, y nos volvimos a perder. No jodas compadre, esta subida es imposible, tenemos que bajar.

A esas alturas, mi resistencia se había agotado, y mi paciencia también. Para qué carajo me metí en esto?. Quién me manda a hacer cosas imposibles. Imposibles? Imposibles las huevas! Por aquí hay otro camino decía el otro. Este pata, pensaba yo, debió ser en su vida pasada un cruce de burro con vicuña (por lo terco y trepador). Encontraba caminos ahí donde todo parecía acabar, retrocedía, subía, se caía, se agarraba, se volvía a subir. Por mi lado, las zapatillas dumplop como que no eran el equipo perfecto para escaladas aventureras. Mis manos estaban ya con buenos arañazos y mis piernas bien moretoneadas de las caídas. Pero ahí estaba el terco de mi pata, subiendo y subiendo, como si arriba nos regalaran helado para todo el verano.

Cuánto nos habremos demorado en encontrar un buen camino? Una hora, dos, tres? Ya ni recuerdo. Caminos un rehuevo de tiempo, y al final, aleluya, llegamos. Caray se veía muy bien Lima, inmensisima desde esa altitud. Qué graciosa debió haber sido esa escena! dos pericotes de 9 anos sentaditos en la roca más alta del cerro.

Y cuando ya creímos haber triunfado, cuando ya reimos de la hazaña, una invasión de neblina, espesa y ciega, nos cubrió completamente. Esperamos que pasara. Tuvimos frío, aburrimiento e impaciencia, y en mi caso, harto hambre. Sólo esto faltaba! La neblina nunca se fue. Bueno pues, regresemos igual. Regresemos? Y por donde, ah? Por la izquierda pues huevas! No, era por acá, a la derecha. A ver… no compadre, la bajada es muy profunda, vamos a terminar desbarrancados en Monterrico. Entonces retomemos el camino de regreso, por la lateral. Ajá claro, por ahí era. Avancemos unos 100 metros, la duda nos invadió, por ahí tampoco. Pucha, ahí sí que me comencé a comer el calzoncillo. Literalmente, habíamos perdido toda la brújula. Antes por lo menos teníamos vista y orientación; aquí nada, la ceguera completa más allá de los tres metros. El panorama se complicó porque, hasta donde recuerdo, la luz del día se estaba acabando. Y ahora?

Choche, pégate a mi, no te me vayas a perder (conchudo yo). Bueno, la verdad, que el más perdido era yo. El otro seguía pensando cómo salir del entuerto que no terminaba. En fin, para ser un par de renacuajos citadinos, algún sentido de la orientación y sobre vivencia teníamos. Creo que eso nos salvó, porque si de mariconadas se trataba, mi cuota valía por los dos.

Y así, a puro olfato y punche carajo (olviden mi cobardia), bajamos el cerro. Ya no teníamos pies, manos, rodillas. Encima salimos por el otro lado, por la mina, pasando la av. El Corregidor. Llegamos tardísimo a nuestras casas. Nos ganamos un buen coscorrón de las viejas (yo un escobazo). Pero qué chucha, 9 años, y ya sabíamos lo que era una meta imposible, pero cumplida…
quién lo diría, no compadre?



Para mi hermano de barrio, de carpeta, de space invader, de pack man, de los cerros de la Molina.